¿Valgo más muerto que vivo?


I. Siglas.

Dos semanas atrás, en este Año Internacional de la Diversidad Biológica, la ONU publicaba el documento Perspectiva Mundial sobre la Biodiversidad 3 (PMDB-3). En sus primeras páginas, Achim Steiner, Subsecretario general de las Naciones Unidas y director ejecutivo del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), advierte lo siguiente:

"Una de las áreas clave es la economía: muchas economías siguen sin apreciar el enorme valor de la diversidad de animales, plantas y demás formas de vida, ni su papel en el funcionamiento de ecosistemas sanos, desde los bosques y los sistemas de agua dulce a los suelos, los océanos e incluso la atmósfera".

Es una declaración de gran calado, en la línea del interesantísimo proyecto The Economics of Ecosystems and Biodiversity (TEEB) auspiciado desde el propio PNUMA.

TEEB trata de cuantificar los beneficios económicos globales de la biodiversidad y poner de relieve los crecientes costos de su pérdida y de la degradación de los ecosistemas. Una pérdida descrita muy gráficamente en su informe provisional de 2008 (disponible en castellano):
"Es como si estuviéramos borrando el disco duro de la naturaleza sin tan siquiera saber qué datos contiene".
El informe señala la falta de valoración económica del aprovechamiento (y asolamiento) de los recursos naturales como causas cómplices del deterioro de los ecosistemas y de la destrucción de la biodiversidad, partiendo de la frase de un desconocido autor revolucionario, un tal Adam Smith: No todo aquello que es muy útil vale mucho (el agua, por ejemplo) ni todo lo que vale mucho es muy útil (un diamante, por ejemplo).


II. Dentro y fuera (conceptos básicos).

Como tantos otros, di mis primeros pasos (luego truncados como puede comprobarse) en el estudio de la Economía de las manos de Samuelson-Nordhaus, cuya obra homónima dedicaba a las externalidades... ¡una de sus mil cien páginas!

Aunque joven y precozmente estúpido, ya entonces me llamó la atención el nombre, alusivo a lo que queda fuera del mercado. Una exclusión fácilmente predecible al dejarle encargarse de decidir no tener que pagar por algunas cosas buenas que utilizaba, como (el trabajo de las amas de casa, los parques y zonas verdes, los bienes públicos en general), ni tampoco por las consecuencias negativas de su actividad (contaminación atmosférica, destrucción de recursos naturales).

A todo esto la ciencia económica durante décadas se limitó a encogerse de hombros cuando le preguntaban porqué no cuantificaba -problemas matemáticamente más complejos había abordado- esos costes para introducirlos en la contabilidad de lo que producimos y consumimos. Y señalando un punto lejano en el espacio se decía: "es que son externas...". Y así, sólo la mala suerte, remotamente externa al mercado, era responsable de la fatal caída de un obrero desde un andamio. La agotadora jornada de trabajo de las amas de casa, criando a los hijos, limpiando el hogar, dando de comer a las familias, tampoco merecía mayor reconocimiento social: eran muy útiles (en palabras de Adam Smith), pero sin ningún valor...

Pero, volviendo a la destrucción de los ecosistemas, ¿cómo puede ser externo el medio del que se nutre todo nuestro sistema productivo? ¿Extraemos de Plutón nuestro petróleo? ¿Son alienígenas las especies de anfibios en acelerada desaparición? ¿Los bosques talados, cuya pérdida global anual el PMDB-3 estima entre 2 y 4,5 billones de USD, en qué planeta producían oxígeno y convertían el CO2 en madera?

Después de más de dos siglos de lecciones sobre Economía, tal vez convenga repasar algunos conceptos previos muy básicos. Tanto que podremos comprenderlos en cualquier lengua:



III. Especulaciones.

Imaginemos que, poco a poco, conseguimos reintroducir en la Contabilidad de lo que tenemos y hacemos aquello que nunca debió quedar fuera de ella. Esto es, en cierto modo, ese burdamente sobado concepto de economía sostenible. Supongamos que logramos cuantificar cuánto cuesta todo, y que nos imponemos pagar por ello. Las emisiones de CO2 de nuestra bolsa del 'super', el carbón robado a las entrañas de la tierra por una central térmica que alimenta el ordenador desde el que escribo, el agua sacada del subsuelo por nuestra marca de cerveza favorita, las bolitas de plástico flotante que dejan a la sombra a las cianobacterias de las que pende buena parte de la cadena trófica marina... Ya se han ensayado algunos intentos:

Extraido de "La economía de los ecosistemas y la biodiversidad" © Comunidades Europeas, 2008

Supongamos que fuésemos obligados a asumir económicamente esos costes que, no nos engañemos, de un modo u otro ya nos estamos infligiendo. Individualicemos ahora la carga, pongamos por caso, de esos 6.100 millones de euros anuales durante un período de 10 años que cuesta proteger la biodiversidad (previamente amenazada gratis) en el cinturón de Brigalow (Nueva Gales del Sur). Añadamos después los costes de todos los ejemplos que se nos vayan ocurriendo. Todos. Ahora seamos buenos, internalicemos las externalidades, y dividamos la inimaginable cifra resultante entre los habitantes que en el mundo son, unos 6.828.203.653, haciendo tabla rasa por simplificar, sin entrar de momento en quién hizo más o menos.

Obtendremos una idea de cuánto le cuesta al planeta cada uno de nosotros.

Expresado el dato anterior con signo negativo, poseídos por esta fiebre economicista computemos después cuánto producimos cada cual en bienes, servicios, conocimiento o risión. Esto no es tan difícil, lo tenemos bien calculado, en muchos casos se aproxima a lo que nos pagan y llevamos una escrupulosa contaduría de nuestros sacrificios.

IV. Seres bípedos, implumes y deficitarios.

Y por fin la dolorosa resta de ambas cifras, las matemáticas de contrición y el plausible resultado de que individual, directa y personalmente consumamos más de lo producido. En un mundo donde la utilidad sí equivaliese al valor, tal vez el nuestro sería negativo.
¿Valgo más muerto que vivo?